A su justo precio, son una suma de detalles los que compensan el desembolso: el servicio es notablemente bueno, la carta variada y su selección de vinos no se ha quedado en el pasado.
Para los nostálgicos que hace mucho tiempo no se acercan por el Faro de Maspalomas, el Restaurante La Bodega, está donde estaba. En esa curva entre la playa y los lujosos hoteles, hoy por hoy, ya no se ven esas especie de cabañas, sino la construcción de un agradable edificio en ese tramo del borde costero donde se concentra la oferta gastronómica que anhela consolidar el señor Asensio, fiel ejecutor de la zona.
Para esa difícil misión La Bodega es, sin duda, un claro ejemplo de cómo hay que hacer las cosas para lograrlo.
Son una suma de detalles los que compensan el desembolso, el servicio es notablemente bueno, con esos camareros mezcla de sumiller-sicólogo, la carta variada, desde el mar a la montaña, con recetas para todos los gustos y su selección de vinos no se ha quedado en el pasado. Es extraño pero, además, parecen haber cargado con su historia a pesar del todo incluido. Mantienen la pátina de la experiencia.
Cocina tradicional con ejecuciones eficientes. Todo está bien, profesionalmente realizado, sin que nada descuelle en uno u otro sentido. El tono general en elaboraciones y adelantos es comedido. No hay ostentaciones, nos encontramos ante un lenguaje gastronómicamente correcto. Ese es el mensaje que transmite el quehacer de Alejandro Asensio y su chef Jaime, tranquilidad, ni una mala sorpresa.
Platos de enorme nobleza, por aquello de la excelencia de la materia prima y por el preciso punto de cocción, son la ensalada pulpo caliente sobre laminas de papas, los calamares cocidos en su jugo; el lenguado a la molinera. Tal y como es, se podrá percibir que las fórmulas son siempre sencillas y tradicionales, ofreciendo calidad más que contenidos innovadores. El resultado es que nos encontramos ante una gastronomía que invoca a conectar con las mayorías, que gustan de lo enraizado.
La carta permanece constante y se revalida en sus propuestas. La tosta de salmón con gambas, la sopa fría de tomate, están bien. Igual que la paella de pescados y mariscos. Excelente incluso la parrillada de pescado fresco, uno y otro producto abundantes, extraordinarios. A su vez, satisface enormemente la preparación del jamón ibérico reserva especial sobre un pan crujiente rociado de aceite de oliva virgen.
Las carnes se ofrecen en parecido tono de convencionalismo y logro. El entrecot de carne roja es distinguido por su punto, mientras que el chateaubriand colma de placer a dos personas. La carne de lechazo, esplendida, en cualquiera de las preparaciones, paletilla, pata o costillas.
En el apartado postres, como siempre muy golosos. Y como ya les decía, en vinos hace honor a su nombre. Lo dicho, un restaurante con figura para comer con notable ponderación.
A los postres de esta comida, entre los presentes, saltó una vez más la conversación sobre las circunstancias por las que atraviesa la restauración en la península y en Canarias, que es tan compleja que induce al desconcierto intelectual. No nos engañemos, la única confusión la tienen buena parte de los cocineros famosos, que han dejado de ser trabajadores, que ya no le dedican tiempo a la creatividad, se han convertido en ejecutivos de empresa y andan desperdigados en otros negocios y solo aparecen para la foto. Era algo predecible en nuestra sociedad, tan influida por la apariencia y la imagen.
En la actualidad se mueven de aquí para allá, profesionales autoidolatrados y sin ningún interés en cantarle un salmo a las lapas.
El futuro se lo han planteado en las tertulias radiofónicas, en aparecer en los informativos, y en todo tipo de cotilleos. Son víctimas de nuestra sociedad, una práctica que llega a todos los sectores profesionales, y los cocineros en vez de ser autores de la gastronomía se han convertido en expertos de la vida.
Posiblemente haya llegado el momento de frenar la creatividad. No se pueden sustituir platos en las cartas por otros que se quedan en proyecto, que nada aportan, que son fantasías especulativas que no producen placer. Indudablemente que se come con la cabeza, pero acabaremos siendo unos descerebrados si antes no lo hacemos con la boca, si no engrandecemos lo humano.
Pero lo peor son los síntomas de debilidad que ofrecen las elaboraciones gastronómicas, y se deben a diferentes motivos, que van desde la falta de interés de los jefes, al relajo de los que tienen que ejecutarlas, nos hemos hundido en la mediocridad creciente de los resultados. Y esto es censurable, cada vez más restaurantes se han acomodado y viven de las rentas. No solo los de renombre sino que ha llegado a la cocina tradicional; se ha pasado del servicio esmerado a sacar trabajo.
Y todavía habrá algunos que se pregunten donde comienza la crisis.
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